jueves, 24 de julio de 2008

Prólogo

Introducción

Pese a los esfuerzos y los mejores deseos de mucha gente bien intencionada, el mundo ha padecido lo indecible a lo largo de la historia, lo cual ha hecho que personas serias tales como el editorialista David Lawrence se planteen este asunto de la siguiente manera:
“Paz en la tierra”: Casi todo el mundo la desea. “Buena voluntad para con los hombres”: Casi todos los pueblos del mundo la tienen unos para con otros. Entonces, ¿qué ocurre? ¿Por qué hay amenazas de guerra a pesar de los deseos innatos de los pueblos?
Esto suena paradójico, porque aunque el deseo natural de la gente es vivir en paz y en armonía con los demás, con mucha frecuencia se matan y se odian los unos a otros con verdadero salvajismo mostrando una crueldad que no muestran todos los demás seres del reino animal. Las atrocidades que diariamente se cometen a sangre fría están a la vista de todos nosotros con sólo leer los titulares de la prensa y la nota roja del periódico. El hombre se ha valido de hachas, espadas, lanzas, flechas, cámaras de gases, campos de concentración, bombas incendiarias, bombas de racimo, lanzallamas, y otros métodos igualmente horrendos para torturar y matar sin misericordia alguna a su semejante, incurriendo inclusive una y otra vez en genocidios insensatos, en el exterminio de pueblos enteros.

¿Realmente está en la naturaleza del hombre, de los seres humanos que anhelan la paz y la felicidad, el cometer maldades tan espantosas unos contra otros? ¿Qué fuerzas tan terribles pueden llevar al hombre a perpetrar barbaridades de este tamaño o a situaciones que parecen obligarlo a cometer atrocidades?

La respuesta científica es atribuír al hombre pensante, al Homo Sapiens, impulsos irracionales sobre los cuales puede perder fácilmente el control, impulsos que supuestamente le fueron necesarios para poder luchar, competir y sobrevivir en otras épocas en las que tales atributos podían ser de utilidad para no perecer, impulsos que ya no le son necesarios al hombre pero sobre los cuales no ha podido evolucionar y dejarlos atrás ahora que ya no los necesita para dominar a los elementos de la Naturaleza en la forma como lo ha logrado. Se postula como principal culpable a nuestro sistema límbico cerebral, el complejo reptiliano dentro de nosotros, como la cuna de tales instintos irracionales. Se postulan también diversas hipótesis tales como una excitación negativa o de peligro que puede inducir en nosotros un aumento de la adrenalina bajo situaciones de peligro. Se postulan también como factor probable los desequilibrios hormonales, e inclusive el entorno educativo social, todo lo cual puede llevar al hombre a cometer actos terribles. Estas son las respuestas que nos dá la Ciencia, la cual sin embargo no nos dá soluciones para dominar a estas fuerzas que parecen estarnos llevando hacia nuestra propia destrucción. Los medios de control químico sobre nuestros cerebros no parecen ser la solución. Nuestra Ciencia, todos nuestros conocimientos científicos, lo único que han logrado demostrar a fin de cuentas es su enorme impotencia para ayudarnos a meter al redil o inclusive desvanecer para siempre aquello que nos convierte en algo peor que los peores animales de la Naturaleza. La respuesta científica, la respuesta materialista, ha fallado y sigue fallando en sacarnos del atolladero.

En su novela clásica El extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde, Robert Louis Stevenson nos habla sobre un tema que a todos nosotros nos es familiar, nuestro yo bueno y nuestro yo malo. El Doctor Jekyll encuentra la forma de liberar por medios químicos a su yo malo por períodos cada vez más prolongados de tiempo hasta que llega el momento en el cual su yo malo, Mister Hyde, toma el control total de su personalidad totalmente, muriendo definitivamente el yo bueno del Doctor Jekyll, quedando de él tan sólo un monstruo despiadado desprovisto de todo sentimiento noble.

Todo lo anterior nos obliga a voltear nuestros ojos hacia otra posibilidad, hacia otra explicación del por qué la batalla en contra de nuestro yo malo parece ser una batalla perdida. Esto nos lleva a reflexionar otra pregunta profunda: ¿Y si existe alguna malvada y poderosa entidad invisible a nosotros que nos impulsa a cometer acciones violentas, una entidad que nos lleva a cometer el mal en contra de nuestros semejantes? La respuesta que podamos encontrar a esta pregunta es crucial, porque de existir tal entidad entonces no habrá cárceles ni sistemas educativos públicos ni medios químicos que nos ayudarán a liberarnos de ella, la lucha se deberá llevar a cabo por otros medios usando otro tipo de conocimiento que la Ciencia por sí sola es incapaz de darnos.

Quienes han leído las Sagradas Escrituras, la Biblia, están familiarizados ya con una respuesta directa a la anterior pregunta. Tal ente maligno existe aunque no lo podamos ver ni tocar, del mismo modo que las ondas de radio y televisión existen aunque no las podamos ver cuando están viajando en el aire ni tocar con nuestras manos. No todo lo que existe está al alcance directo de nuestros cinco sentidos, pero no por ello deja de ser totalmente real y capaz de influír sobre nuestras vidas. Es así como entramos, pues, al estudio de la respuesta que nos dá la Religión desde la perspectiva judeo-cristiana.


El Príncipe de las Tinieblas


Pocos temas despiertan tanta curiosidad, tanto interés, o inclusive tanto temor, como el que tiene que ver con el mismo Espíritu del Mal, con el Principe de las Tinieblas, mejor conocido como Satanás. En ocasiones parecería que en las prédicas y los sermones de la Iglesia Católica y los púlpitos de otras sectas cristianas se le dá mucha más importancia que la que parece concederle la misma Biblia. La ausencia de Satanás es obvia en la gran mayoría de los libros de los que consta el Antiguo Testamento. No ocupa papel preponderante alguno en el Libro del Éxodo que describe los eventos que tuvieron que ver con el éxodo de los judíos de Egipto en tiempos de Moisés. Tampoco aparece mencionado directamente en muchos otros libros como los que relatan el Diluvio Universal, la lucha entre David y Goliath, y la historia de Sansón y Dalila. Y en los cuatro evangelios del Nuevo Testamento, la única ocasión en la que Satanás manifiesta directamente su presencia es cuando tienta a Jesús casi al final de sus cuarenta días de ayuno y oración. No aparece mencionado cuando Herodes ordena el asesinato de los niños entre los cuales los Hombres Sabios de Oriente (los Reyes Magos) le han dicho a Herodes que se encuentra un anunciado Rey que será el Rey de Reyes. No aparece mencionado en la gran mayoría de los hechos que describen las obras y milagros de Jesús. Considerando la extensión de la Biblia y la escasa presencia de Satanás a lo largo de la misma, parecería que Satanás es simplemente un apéndice, un colofón, un pie de texto agregado de última hora para dar un poco más de detalles sobre lo que ha sucedido en otros tiempos. Tampoco aparece por ningún lado en los eventos en torno al juicio de Jesús después de haber sido aprehendido por soldados romanos, ni cuando Jesús muere en la cruz, ni cuando es llevado para ser enterrado, ni cuando transcurren los tres días después de su muerte. A Satanás únicamente lo vemos directamente en acción en tres ocasiones en toda la Biblia (al principio en el Libro del Génesis motivando la caída de Adán y Eva, al principio del Libro de Job cuando reta a Dios a poner a prueba la santidad de Job, y cuando tienta a Jesús en el desierto). Entonces, ¿de dónde salieron todos los relatos acerca de su rebelión contra Dios, de su caída, de su poder terrenal, de todo lo que se dice y afirma sobre él?

El propósito de este trabajo es explorar en detalle los orígenes y los detalles de lo que hoy conocemos acerca de ese ente comúnmente llamado Satanás, el ángel expulsado del Cielo al caer de la gracia divina por su rebelión y su intento de investirse a sí mismo como la suprema autoridad de ese plano descrito en los textos sagrados como el paraíso celestial.